Por: Marina Alarcón G.
Con frecuencia y naturalidad se escucha decir en todos los círculos sociales esta rutinaria frase que se ha convertido en el arma de más de uno para protegerse del perjuicio que puedan causarle aquellos que le rodean: Acuérdese del decimoprimer mandamiento: “No dar papaya”. De la confianza, de las omisiones o de los errores se aprovechan hasta los “amigos” y sin miramiento alguno lesionan a sus propios hermanos.
“Dar papaya”, “papaya partida…”, son frases creadas para justificar el vergonzoso comportamiento de las personas capaces de apoderarse de los bienes de aquellos que por confiar en sus semejantes, no “esconden” su dinero de uso diario, sus joyas, sus libros, sus pertenencias, sean escasas o abundantes, porque creen en la honestidad de aquellos con quienes comparten su vida y porque están convencidos de que al igual que ellos, son incapaces de causarle daño a otro.
La gran mayoría de las personas, en sus lugares de trabajo, en sus aulas de clase y hasta en sus propios hogares, saben que deben ocultar bajo llave todo aquello que sea posible llevarse entre la ropa interior, entre los bolsillos, entre las medias, en las billeteras o en cualquier otro lugar en donde quepa. ¿Quiénes comparten nuestras aulas de clase, nuestros lugares de trabajo, nuestra casa? ¡Sin lugar a dudas, son las personas en quienes confiamos! Lo natural, en una sociedad con valores sería poder dejar nuestras carteras, nuestros libros, nuestras joyas, nuestros portátiles, nuestros celulares… confiadamente en los lugares que frecuentamos, con la plena seguridad de que nadie nos ha de robar nuestras propiedades, así como nosotros jamás nos apropiaremos de las pertenencias de otro, aunque estén a nuestro alcance.
Qué tristeza que nuestra sociedad se sienta tan cómoda enseñando a “No dar papaya”, con la certeza plena de que todos somos depredadores, delincuentes para los otros y que definitivamente en ninguno se puede confiar porque aquel que nos sonríe hoy, está esperando “el papayazo” para hacernos daño.
Qué sano y constructivo sería vivir en una sociedad en la cual practicáramos el ejercicio de “dar papaya” y “aprender a no tomar la que le den a uno”. Nos volvería más capaces de respetar, de confiar, de creer en el otro, de cooperar, de arriesgarnos a ser honestos. Significaría dejar de aprovechar de manera plena, burda e inmediata, la generosidad del otro. Comprender la ley de la causalidad, todo aquel daño que se hace a otro, siempre será cobrado por la vida misma. Nos haría sentir más orgullosos de los modelos que estamos dejando a nuestros niños y jóvenes.